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CUERPO & ALMA | 11-11-2012 09:13

Cenicienta, o el desafío de no ser tan “buena”

Leemos y releemos los cuentos de hadas, no nos cansamos de ver películas basadas en sus historias… ¿Qué cuerda emocional tocaron en nuestra niñez para que sigan resonando en nuestra alma y continúen vigentes en nuestras vidas? ¿Cuál es el atractivo de Cenicienta? , por ejemplo.

Por Mercedes Carreira*

De pequeñas todas hemos experimentado rechazos, desilusiones, abandono, injusticias, soledad…, tanto reales como imaginarios. Todas, en algún momento, hemos sentido que vestíamos harapos, al igual que Cenicienta, pero fantaseamos que como ella nos llegaría el turno de lucir un celeste vestido de princesa, y gracias a un zapatito de cristal nuestra vida se transfiguraría. Y todo eso se haría realidad, porque éramos buenas, solidarias, humildes.

Sin darnos cuenta, idealizamos una forma de ser y actuar. Sin embargo, Charles Perrault -en su versión del cuento- nos trae a la realidad:

“Mientras las peinaba, ellas le decían:

-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

-Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí.

-Tienes razón, se reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al baile.

Otra que no fuese Cenicienta las habría arreglado mal los cabellos, pero ella era buena y las peinó con toda perfección”.

En estas líneas vemos que Cenicienta encarna el rol de víctima en la historia. Y si nosotras la emulamos, la inseguridad, los miedos y ausencia de confianza, los “solucionamos” con sumisión, retraimiento, falta de agresividad y evitamos o postergamos luchar por nuestros deseos y proyectos. En el repertorio de las idealizaciones de las “Cenicientas” reales, están la sacrificada, la modesta, la amorosa, la santa y -por qué no-, la “buenuda”. Con este comportamiento, ingenuamente se pretende obtener cariño, protección, aprobación. Para lograr eso, las Cenicientas de carne y hueso se van desdibujando de su ser real, se desconectan de sus aspiraciones y sueños y van perdiéndose de sí misma. Hay tantas maneras de no ser, tanta conciencia sin saber, adormecida..., dice un verso de Eladia Blázquez en su canción “Honrar la vida”.

Aunque la “Cenicienta” sea un mujer fuerte, con ideas claras y poder de decisión o liderazgo, se presenta al mundo como débil, tímida, lánguida, idealista, y, si se escarba un poquito en ese comportamiento, la otra cara de este rol, deja al escubierto que ése es un medio para dominar. Es poco probable que una víctima reconozca que lo es y mucho menos que sepa que eso le aporta un poder. Ella se inclinará a sentirse orgullosa de ser buena y comprensiva, de no generar pleitos, no dudará en dar un paso al costado para que otros brillen, se quejará (o no) de lo que hace por los demás, pero esto no es gratuito, ni para ella ni para quienes la rodean, en la vida real -y en distintas dosis-, manipulará a todos con la culpa, la indefensión, la bondad; y con los años, podrá llegar a ser un amujer “maquiavélica”.

Hay tanta pequeña vanidad, en nuestra tonta humanidad enceguecida…, son palabras de Eladia. Habría que indagar ¿cuál es la vanidad de “Cenicienta”?. También habría que preguntarse ¿qué busca o piensa obtener la víctima? Ella supone que “si me amaran, todo sería perfecto, se acabarían las dificultades”, “el amor todo lo sana, resuelve todos los problemas”. No está de más aclarar que los hombres no son inmunes a convertirse en “Cenicientos”, no es lo más frecuente, pero ellos también pueden caer en esta trampa.

Si bien de niñas el cuento Cenicienta nos llevó a a idealizar un comportamiento, eso fue hace ya tiempo... ¿qué tiene para decirnos ahora, décadas después? Hoy, su lectura nos alerta e invita a vivir en el mundo real. Para eso, en principio, es necesario reconocer este conflicto y el dolor subterráneo que carcome a quienes en algún momento eligieron encarnarlo. Darle la espalda, negarlo, sólo lo incrementa. Luego, es fundamental soltar las idealizaciones, que empañan la verdadera perspectiva de la vida. Nadie puede equipararse a ellas, están fuera del alcance de cualquier mortal, ya que son inhumanas y generadas por los desvelos del Ego que desea amor y aprobación. Hay que saber que mientras más sumisas, serviciales y sacrificadas somos, menos logramos el objetivo -ser amadas o reconocidas-, más dudamos de nosotras y más nos esforzamos en el camino de la “solución” equivocada. Es un círculo dolorosamente vicioso.

Dejar la idealización y enfrentarse cara a cara con uno, saberse de carne y hueso con luces y sombras, implica un largo proceso que lleva a ver nuestros conflictos y actitudes. Reconocer nuestras sanas ambiciones y llevar adelante nuestros proyectos y deseos, implica recurrir a una valentía que desconocen las “Cenicientas”.

La recompensa que está al final del camino de autoconocimiento, es calzarse el zapatito de cristal que tiene la talla justa de nuestro pie, es la metáfora del anhelado encuentro con nuestro ser real, con sus inconmensurables virtudes, potenciales y capacidades para vivir de manera plena, poderosa y en armonía. Como diría la querida y sabia Eladia Blázquez: “Merecer la vida no es callar ni consentir tantas injusticias repetidas; es una virtud, es dignidad, y es la actitud de identidad más definida. (…) Merecer la vida es erguirse vertical, más allá del mal, de las caídas. Es igual que darle a la verdad y a nuestra propia libertad la bienvenida”.

* Coordinadora del Taller de Escritura Creativa y Autoconocimiento Había una vez…

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