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CUERPO & ALMA | 12-02-2012 12:07

Historias de peluquería

Un relato humano y cotidiano. Algo que le puede pasar a cualquiera, un día cualquiera. Por Carla York.

Un buen sábado hace unos meses tenía que acudir a una reunión con gente de la industria de la moda muy top, en un edificio muy chic del Centro. Hacía relativamente poco que, además, me había mudado a Villa Crespo. Tenía el tema vestuario resuelto, pero faltaba la visita a la peluquería y no contaba con mucho tiempo.

En Recoleta tenés aproximadamente una o dos peluquería por cuadra, pero en este nuevo barrio, descubrí que la cosa no es tan sencilla sobre todo si recién estas conociendo la zona. Es así que terminé optando por una peluquería llamada “Silvia”. Ni de cadena con

nombre de estilista famoso, ni mucho menos la palabra estilista figuraba en ninguna marquesina. Silvia era la única opción abierta y con disponibilidad para atenderme.

La verdad es que el look del lugar no ofrecía un marketing cuidadoso, ni uniformes en colores net ni uñas extravagantes de su personal. Allí estaban Silvia y sus colaboradoras, con unos batones de color naranja con botones grandes de plástico, y unos batidos en el pelo que me recordaban a la permanente ochentona de mi mamá.

“Al fin y al cabo un brushing es un brushing” y opté por entrar. El tiempo apremiaba. Silvia comenzó a batir mi pelo con poca fuerza, dejando un más que leve frizz en mi cabellera. Yo a la vez empecé a ponerme nerviosa mientras proyectaba que llegaría al evento luciendo como Farrah Fawcett o Sigourney Weaver en su juventud. “Después te hago una planchita” me tranquilizaba Silvia, al notarme desfigurado el rostro por la insatisfacción.

En eso estaba cuando, ingresa una señora de unos 80 años o más, sin aliento, muy entrada en kilos, al borde del colapso. Silvia, Marta e Inés, la manicura, le ofrecieron una silla. “Hoy no te pudo traer Alberto? Sos loca de salir a la calle sola, con este calor y hacer 3 cuadras. Sabés que no podés”

No sé bien qué parte accionó en mí esa frase que decidí, francamente, rendirme y entregarme a la experiencia.

Salí del espejo en el que me miraba de frente (a mi y a mi pelo inflado), y empecé a escuchar. Los diálogos eran de conocidas de todos los días. Las clientas, eran habitúes fieles de Silvia. Con Silvia, se hacían las manos, los pies y la toca. Uñas perladas en

colores salmón, revistas viejas y carteles con famosos de otras décadas y nuestra heroína adornaban el lugar.

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Silvia estaba casada con su primer novio desde los 14 años. A los 16 tuvo a su primer hijo. A los 21 perdió a su segundo hijo. A los 23 abrió la peluquería. Marta era su cuarta hija, encargada de la depilación y del color de las clientas. Inés era su cuñada, viuda y

sostén del hogar.

Rosa era una fiel clienta, y estaba al lado mío. Mientras la tintura tomaba un color rojo furioso, empezó a contar de su cita a la noche. Divorciada y habitué de los solos y solas,

esa noche Oscar la había invitado a salir, por fin, después de tantos sábados y charlas por teléfono. “Yo quiero un compañero, a mis 63 años quiero sexo, amor y pizza con películas los

sábados”, me contó, como si yo le hubiera pedido opinión, y como cualquiera de mis amigas solteras, sufriendo la histeria masculina que no tiene edad, al parecer. En el medio, mi pelo iba tomando una forma extraña, pero ya no me importaba.

Disfrutaba el ritmo, las conversaciones y el clima de barrio y de mi infancia de los 80s. Recordé mis sábados en la pelu con mamá y mi hermana, el olor a cera, y al secador de pie donde permanecía durante horas. Esas mujeres se conocían de hacía muchos años, seguían sus historias de vida, sus dolores, alegrías y fracasos sábado tras sábado.

No perdieron el placer de ir despacio, de que el tiempo no es un factor a tener en cuenta, de la charla abierta y franca, de planificar la comida de la noche. Marta terminó el color y el peinado y se cambió en el baño. Salió con tacos, una remera

de leopardo y unas calzas fucsia. Se pintó los labios de un rojo que acompañaba su nuevo tono de pelo: era la señora que parecería ridícula a un ojo descuidado, pero yo la vi radiante y esperanzada. Se sentía seductora y espléndida y terminó el look con un polvo en cisne que se notaba avejentado marca “Mon Amour Paris, New York, Roma”.

Mi planchita terminó firme y lisa. Llegué al evento, me elogiaron mi pelo rubio y largo, y me preguntaron si había ido a tal o cual famoso estilista. “Fui a lo de Silvia”. Y relaté la experiencia a editoras, columnistas y profesionales de la industria. Terminamos hablando de nuestra niñez y de la falta de candidez y del tiempo

que antes teníamos para las pequeñas cosas. Al otro día me fui a lo de mamá, le llevé flores, y me tomé el tiempo para hacernos

unos mates y charlar. Pero no le conté que lloré por todos esos sábados en que aburrida, le insistía que nos fuéramos rápido, mientras ella se hacía la permanente. Sábados

gloriosos, que no volverían nunca más, salvo aquellos en donde me escapo aún a lo de Silvia a atrapar algo del recuerdo de la niña que fui. Y seguir la historia de Rosa con Oscar, por supuesto.

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