Me encontré de repente en una especie de viaje en el tiempo, aún cuando la mayor parte de los pisos, puertas, y colores no son los mismos y fueron modernizados.
Los lugares conservan aún una carga emocional, o es uno el que la proyecta hacia fuera; no estoy segura. Pero lo que si puedo asegurar es que pocas cosas tienen esa fuerza de ser reales, con mayúsculas. Se conectan automáticamente con el yo niña, con la esencia, con la alegría y la tristeza primordial.
En el frente de la casa, en los 80´s, era muy común jugar de noche, sin miedo. No existía la palabra riesgo, inseguridad, peligro. O si existían, no impedía el juego en la vereda.
Recordé mirar a las estrellas y sentir el viento mientras el árbol de la casa de al lado se agitaba intensamente. Pero no era el romanticismo de las estrellas o la luna, lo que me atrapaba: eran los aviones.
Pensaba que en esas luces distantes que sonaban estrepitosamente muy lejos, habían filas de asientos y personas, como en los trenes. Partiendo hacia lugares remotos, tan lejos como Alemania, por ejemplo, de donde veía la serie “Supermatch” todos los sábados.
Se veía tan inalcanzable, como la mayoría de los sueños que tenía en esa época.
Mientras giré al pasillo angosto que daba al vecino, recordé los juegos con mis hermanas, arrastrando muñecos, o a mi propia hermana menor, armando obras de teatro, o de títeres; también a veces inventando novelas imaginarias con tono venezolano.
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Por último, miré la ventana de mi habitación, donde pasé tantas cosas que son inabarcables a través de la palabra.
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Ese día justamente conté que me casaba a mis amigas íntimas y algunos familiares. No fue casual que justamente ese día, pasé por la vieja casa.
Empoderada al fin
Y de tanto recordar, cuando volví al presente, tras 5 mudanzas y después de haber viajado en muchos aviones, me di cuenta que volé mucho más allá de lo que imaginé de chica.
(*) Especial para Rouge.
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