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ACTUALIDAD | 22-11-2015 09:26

Karina, la dama activa

Su historia trágica de pareja. Estilo Evita. De los 90 a la filantropía. Y el halo mitológico.

Por Oliviero Coelho (*)

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En medio de la fatiga de Scioli y las cada vez más redundantes encarnaciones publicitarias de Macri, Rabolini y Awada pueden dejar entrever lo que asesores de imagen enmascaran en sus maridos. Representan dos modelos de mujer que, en la misma vereda mediática –la de la moda, la senda del gusto para las elites y sus aspirantes–, son antagonistas circunstanciales. No sabemos quién aventaja a quién en carisma.

Una nació en Buenos Aires, en el corazón de una rica familia sirio-libanesa dedicada a la industria textil. La otra fue criada en el seno de una familia de clase media, formada por una maestra y un comerciante en un pequeño pueblo de Santa Fe. Ambas carecen de apetito político tácito y, en definitiva, del Tánatos que Cristina lleva en la sangre. Si no fuera por ello, sería proverbial que la presidencia se dirimiera entre estas dos damas que vienen de lugares distintos.

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Rabolini tiene con la prensa una relación desinhibida, no hay programa en el que no haya estado, o revista del corazón a la que no le haya concedido una entrevista y, pese al riesgo que esto implica, sale entera, con un dominio cabal de una personalidad marcadamente histriónica y vivaz, que podría ser el reverso de la de Awada, que no sale de una formalidad de clase y, a diferencia de Rabolini, no se mezcla con las diligencias proselitistas de su marido.

Que sean sus maridos los candidatos impuestos por una coyuntura electoral inesperada –tanto Macri como Scioli son dos fondistas perseverantes que tienen en vista la meta presidencial desde hace por lo menos una década– tal vez deje al descubierto en ellas una misión: mentoras pacientes que alimentan y curan el alma de dos hombres heridos de un modo distinto. El primero busca su oportunidad después de haber sido minimizado por su padre, el segundo su revancha frente al kirchnerismo que lo usó como última carta.

Si se improvisara un cambio de parejas, a un desprevenido no le sorprenderían los nuevos dúos. Pero analizando un poco más en profundidad, uno llegaría a la certeza de que cada una de las parejas es un prototipo no intercambiable e incompatible con la otra. Por un lado la pareja templada al calor del poder que participó del jet set menemista, adoptó los hábitos de una nueva generación de ricos, sobrevivió a las crisis y colonizó tapas de Caras. Por otro, la pareja de corte recoleto y almidonado –ambos descendientes de empresarios millonarios– en la que el reino de las apariencias gravita y en la que la privacidad se difumina bajo los ardides de una educación en colegios privados ingleses.

En el comienzo de una pareja uno puede excavar hasta descubrir la piedra amorosa basal y, en definitiva, la idiosincrasia que marcó un destino. Macri conoció a Awada en Barrio Parque, en un gimnasio, en un microclima inserto en otro microclima, y ambos venían de separaciones y con hijos. El encuentro de Scioli y Rabolini, en cambio, parece haber sido providencial y se remonta a un momento lejano de la Argentina. Rabolini no era todavía una modelo conocida, tenía 18 años, y Scioli, un motonauta profesional bronceado, atlético y diez años mayor, se le acercó en un muelle del Delta después de una carrera y le pidió su número de teléfono. Esa misma noche la llamó y desde entonces pasaron juntos, entre idas y vueltas, treinta años. Desde luego esta historia tiene altibajos que no hacen más que volver extrañamente sacrificada y magnética la relación entre Rabolini y Scioli, como si en el fondo tuviera algo de hechicería. Parecen haber sorteado obstáculos truculentos que la pareja Macri-Awada desconoce.

Ese encuentro periódico con la adversidad introduce un elemento mágico que, en boca de Rabolini, se vuelve ambigua virtud comunicacional: “Las tragedias que superamos nos prepararon para lo que viene”. No sabemos si eso que viene es una de esas debacles cíclicas que azotan a la Argentina o todo lo contrario. Lo cierto es que la frase deja en claro que estar en el poder, además de implicar responsabilidades, promete un infierno que conocen al dedillo. En este punto podemos suponer que Rabolini sería una primera dama activa. Para Macri, en cambio, la dama activa no sería Awada, sino su vice, Michetti, que le aporta a la fórmula una dosis de samaritanismo que en el desprevenido puede confundirse con sensibilidad social.

Cuando Rabolini habla de su amor por Scioli, hila un relato melodramático de peripecias y maleficios que parecen bíblicos: un incendio macabro que arrasó con todas sus pertenencias, que los obligó a saltar ocho metros desde un balcón y que terminó con las piernas de ella fracturadas y el encargado del edificio calcinado; el accidente en el que Scioli perdió el brazo diestro; la imposibilidad biológica de tener hijos y más adelante la aparición de una hija extramatrimonial de Scioli. Todos elementos que fluctúan entre la tragedia griega y el melodrama, y que podrían amalgamarse en un guión de Hollywood o en una serie como House of Cards, versión argentina. Hay entre Scioli y Rabolini un enigmático pacto de sangre en la desventaja y el ejercicio del poder parece ser una compensación que, de cara al ballottage, a pesar de las encuestas adversas, puede darles, no la victoria, pero sí un mínimo plus simbólico. En esta contienda sin debate, manejada por asesores y publicistas, ese plus debería ser más que un premio consuelo. Entre Macri-Awada no hay tragedia, nada que desobedezca el sentido común y los buenos modales, sino una comedia de carácter.

La serie de tragedias produjo en una de las parejas más célebres de los 90, para las revistas de chimentos, naturalmente un tipo de sensibilidad alerta. Y he aquí una asociación forzada pero pertinente: Rabolini comparte con Evita, además del hecho de haberse vuelto rubia por razones artísticas, no haber tenido hijos y haber crecido en un pueblo pequeño (Elortondo, Santa Fe), la debilidad por la beneficencia, lo cual redundaría en una presunción: cierta sensibilidad hacia las clases más desprotegidas; cierta conciencia –no importa si por conveniencia o convicción, ya que en política forman un todo indiscernible– de que la inclusión social es necesaria para mantenerse en el podio.

Desde hace años es la cara de la Fundación Banco Provincia, donde conduce programas bastante exitosos destinados a las clases más vulnerables: Una Mirada para los Niños, que ha entregado 10 mil anteojos gratuitos a niños y ha relevado a más de 50 mil; Ayudando a Llegar, que repartió bicicletas en zonas rurales para niños que viven lejos de su colegio; 3 mil becas para estudiantes en situación de vulnerabilidad; 250 sillas de ruedas; 100 mil microcréditos… Resulta curioso que una ex modelo inmersa de lleno en la frivolidad de los 90, vuelta diseñadora de perfumes, cremas y anteojos, es decir una empresaria con todas las letras, complemente su libido con obras de bien público. Se corresponde con el modelo de empresario norteamericano que halla en las donaciones –no siempre solidarias, muchas son aportes de campaña– un modo de purificarse y a la vez acuñar prestigio de clase en esa carrera mundana que a veces es la filantropía. Sólo que en el caso de Rabolini esa afición no proviene de donar para descontar impuestos, sino de administrar fondos (públicos y privados).

Una anécdota agrega a la biografía de Rabolini un halo mitológico que podría contextualizar el pacto de sangre mencionado anteriormente. La misma Rabolini la refirió alguna vez para ilustrar su origen y demostrar cierta sensibilidad hacia los desfavorecidos que se remonta a una bisabuela que vivía en el campo. Esta señora humilde un día vio llegar a su casa a un vagabundo de barba crecida. Lo recibió y lo alimentó. A las pocas horas, a través de varios indicios, descubrió que ese hombre era su propio padre. Esta tal vez sea la única referencia trágica ajena a la pareja, pero por qué no suponer que termina de apuntalar una superstición según la cual para comprender el sufrimiento ajeno hay que haber sufrido o, como versa la letra de Naranjo en flor: “Primero hay que saber sufrir/ después amar, después partir/ y al fin andar sin pensamiento”.

(*) Publicada en la Edición impresa de Diario Perfil

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