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ACTUALIDAD | 22-11-2015 09:12

Juliana, misterio y fascinación

Su privacidad, una barrera. El arquetipo que encarna y la pregunta clave: ¿Que le vio a Macri?

Por Omar Genovese (*)

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El verdadero laberinto es la pregunta sobre la mujer. ¿Desde dónde se puede formular en un espacio individual mediatizado al punto que todo es invadido por una ola de opinión constante? Tal vez la forma de abordar quién es Juliana Awada, esposa de Mauricio Macri, consiste en reconocer en ella una barrera de privacidad (de intimidad de lo femenino) que revela tanto decoro como una educación superior. El límite exige, en mi triste caso de observador, cierto ejercicio olvidado en un país signado por la violencia de género: ser caballero.

La familia que conformó el inmigrante sirio-libanés Abraham Awada en Argentina creció en torno a la actividad textil. Desde 1960 tuvo un crecimiento continuo, y su marca, además de exitosa, permitió la educación y especialización de sus cinco hijos. Juliana es la menor y es la responsable de producir la modernización de los productos de la empresa. Su hermano mayor, Daniel, es dueño de la marca de ropa infantil Cheeky, líder en su ramo. Tal vez la “oveja negra” del grupo familiar sea el actor, Alejandro Awada. En julio de este año declaró sentirse alejado de su familia por la cuestión política, fundamentalmente de Juliana, por casarse con quien es el enemigo del proyecto kirchnerista al que adhiere (la semana pasada, en este mismo diario, igual le tiró un cumplido). La empresa familiar, además, fue involucrada en la megacausa sobre talleres clandestinos de costura. Algo llamativo es el contexto donde ocurre, porque nadie se ocupa de las condiciones laborales en los cientos de talleres de costura que alimentan al verdadero monstruo de la venta ilegal de ropa que es La Salada.

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Existe ahí un cono de sombra, que tiene que ver más con la cuestión política de los intereses en juego (un duro núcleo de economía negra contra las empresas en blanco) que con el desamparo de los explotados. Luego están los vínculos de la familia con el menemismo, que más que un pecado, a esta altura, resulta natural, ¿qué empresario exitoso de los 90 no tuvo vínculos con el menemismo? Eso incluye al candidato del modelo, Daniel Scioli.

Desde la vida acomodada y la educación recibida, Juliana practicó golf. Un deporte de excelencia, y paciencia, y que definitivamente no entiendo. También se ejercita en el gimnasio, y en uno de Barrio Parque es donde comenzó el romance con su actual esposo. Para el ámbito social al que pertenecen, la consolidación de la pareja a través del casamiento fue un evento ejemplar: muchas de las mujeres reclamaron a sus parejas informales que concretaran formalmente, lo que originó ciertas recriminaciones y hasta enojos.

El arquetipo que Juliana Awada encarna, con apenas 41 años, dos hijas, en una tercera relación de pareja, con un oficio independiente como diseñadora, es el de una mujer plena. Satisfecha con su vida, expresa total conformidad tanto con el presente como con el pasado. Firme, sin gestos histéricos, transmite una seguridad apabullante. Sencilla, con la claridad conceptual de una madre ante un bebé, trata a los periodistas con la gentileza de una anfitriona del afecto desinteresado. Digamos que para mi difunta madre sería la esposa ideal, pero con una aclaración de su parte: “Ni se te ocurra hacer sufrir a esa chica, más con lo loco que sos”. Y con la picardía heredada de ella le transmito el mensaje al candidato: que la cuide.

La chismografía del corazón (delator) esgrime que se casó a los 23 años y que la relación fue fugaz. Que en el avión en un viaje a París junto a su madre, Elsa Esther Baker de Awada, conoció al conde Bruno Laurent Barbier, de origen belga, con quien convivió diez años sin casarse. Fruto de la relación nació su hija, Valentina. Se puede pensar que Juliana fue precursora de Máxima Zorreguieta, hoy ya arraigada en la nobleza de Holanda. Es aquí donde aparece cierto aire a cuento de hadas, que lleva a la pregunta sobre cómo, por qué motivo, la fantasía de amor del príncipe puede ser posible para una argentina. En primer término debemos descartar cierto mito recurrente sobre el origen social de la mujer: no es “solamente” la cuna de oro. Existe en ella, en esa belleza firme y distinguida, un fenómeno de otra índole, a la vez extraño y muy difícil de encontrar. Se trata de algo excepcional.

Y aquí debo remitir a la experiencia. Es que la pregunta sobre la mujer es constitutiva del propio discurso, la propia letra, o mejor: de toda la literatura. El ejemplo al que remito es una joven editora, algo menor que Juliana, perteneciente a una de las familias fundadoras de la patria. En ella, la mirada posee un brillo donde los colores que reflejan sus ojos son todos y ninguno. Ser observado por ella va más allá de la contemplación de nuestros gestos, del efecto de las palabras que uno emite. Mira la forma en que el hombre trata de ser, y eso es un desafío poco común. Al atravesar el conjunto el efecto es de armonía, y uno queda algo inquieto por tratar con la noción absoluta de mujer, de la que nos podemos enamorar sí, pero a qué costo. Luego, que ella misma haya expresado con cortesía lo siguiente: “No me eduqué para la envidia y la codicia”, habla de otra concepción de la existencia, que sí puede derivar de contemplar los campos familiares, el paisaje heredado que garantiza y soluciona todos los problemas materiales. Pero como un solo caso invalida toda generalización, esa misma mirada, el semblante femenino al que refiero, también lo encontré en otra, esta vez de origen francés, y sin nobleza u origen acomodado. Esta última mujer también atraviesa los sólidos con los ojos, digamos que logra inmovilizar el tiempo para ser observada como intocable. Para acceder a ella no existe otra posibilidad que el amor, y no alcanza con ser hombre, ni galán, ni seductor. Me refiero a esa mirada que interroga con amabilidad sostenida desarmando toda tercera intención…

Diego Velázquez, además de pintar Las meninas, cumplió misiones sociales por encargo del rey. Una de ellas fue retratar a la infanta casadera y reproducir en varias copias el retrato de esa niña mujer para distribuirla entre las distintas cortes europeas. Algo así como enviar un curriculum vitae celestino. El semblante de estas mujeres plantearía a Velázquez un problema estético: semejante mirada se puede pintar una sola vez, no se puede copiar. Es única.

Ahora bien, Juliana Awada está en una zona de conflicto, que es la carnicería del desprestigio de una vida política prolongada, brutal, y que tiene efectos devastadores en aquellos que ven peligrar su fracción de poder. Dudo que su esposo, el candidato Macri, tenga real noción del ámbito nocivo que es la suma del poder presidencial, al menos para la belleza y cortesía que profesa su esposa, hoy madre de una segunda hija de tan sólo 5 años.

La otra faz es el contraste: me refiero concretamente a ese otro arquetipo con doce años de ejercicio como primera dama y en la presidencia. La prepotencia y la soberbia que han desgastado su trayectoria dejan una imagen de mujer alterada, ocupada más en dañar que en respetar la integridad ajena. De ser primera dama, Awada nos mostrará otras formas, distantes de la exaltación, la agresividad y el apasionamiento furioso. Y aquí me permito una pequeña definición sobre el estigma cultural que se resume en “lo argentino”: inmensa nube ansiosa de tribus vandálicas desorganizadas. El efecto social que ha producido su interactividad va más allá de la ignorancia y se expresa en un tipo de degradación individual que da pena. Si la intención de Macri es revertir esta situación, ¿qué efecto tendrá la imagen como la que proyecta Awada sobre semejante caldo de cultivo nunca satisfecho?

Más allá de lo protocolar, la última pregunta tiene un doble sentido, político y personal. Esta mujer tan especial, ¿qué vio en Macri para enamorarse de él? Interrogante que, por lo que muestran las encuestas, también será para el electorado argentino: ¿se están casando con un candidato o están eligiendo a un presidente? Y, si hay romance, que el país no sufra tanto en la próxima separación. Porque el poder tiene fecha de vencimiento: 10 de diciembre, cada cuatro años.

(*) Publicada en la edición impresa de Diario Perfil

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